#3 La autogestión no es una bandera

El escenario cambió hace tiempo. Lo sabemos, lo dicen todos: el negocio y su estructura cambiaron; los espacios mutaron y también las formas de estar en ellos; los modos en que percibimos culturalmente y el cómo habitamos la cultura.

En Argentina, y particularmente en la Ciudad de Buenos Aires, la tragedia de Cromañón transformó eso que de alguna manera seguimos, por momentos, llamando el under. Las políticas de un Gobierno que equipara cultura con entretenimiento y que sólo entiende lo cultural en términos de aquello que convoca a las masas, o aquello que se restringe a los menos, alteraron -es decir, redujeron- ampliamente la escena. Y hoy a nivel nacional, las medidas económicas de último tiempo continúan en esa senda de clausura y acorralamiento.      

En lo que refiere a la historia de la música en nuestro país, si bien existen casos puntuales de artistas que, además de crear, se organizaron para -colectivamente o no- gestionar por sí mismos sus proyectos, es sobre todo a principios de este último siglo que han proliferado las experiencias de autogestión. Como una necesidad básica para sobrevivir; tal vez, como la única vía posible. Sin embargo, ¿se trata sólo de eso?

Las experiencias autogestivas son muchas y diversas: no son los mismos los recorridos, ni los actores que los encarnan, ni los resultados obtenidos. El común denominador es ese: músicos, artistas, que a falta de cualquier otra posibilidad, se ven en la necesidad de ser sus propios gestores. Se han dado prácticas individuales y colectivas. Hay quienes ven en la interacción con el Estado una posibilidad clara de desarrollo, y quienes simplemente aprovechan el momento en el que esa relación puede ser provechosa, pero sin creer en que haya que generar una demanda al respecto. También están quienes rehuyen, sin más, a ese diálogo.

La autogestión, si nace como una necesidad, como un camino quizá forzoso, de algún modo se convierte en un espacio que se ocupa porque tan sólo está ahí, debajo de nuestros pies. Pronunciamos la palabra y nos suena hueca. La llevamos como estandarte, pero tan sólo es un trapito de que flamea. ¿Cuánto (y, de paso, cuántos) estamos pensando este escenario en el que nos desenvolvemos? ¿De qué manera? ¿Cuáles son las formas, las lógicas, con las que nos manejamos quienes nos sentimos parte de un movimiento autogestivo? Decirnos “nuevos” al mismo tiempo que reproducimos las dinámicas de funcionamiento de aquello a lo que criticamos hace que esa “novedad” se desmigaje demasiado pronto.

Lo que nace como una necesidad, entonces, puede transformar su verdad de origen para convertirse en otra cosa. Pero para eso es preciso darle un contenido a esa palabra que muchas veces cuesta definir por fuera de la tautología: somos autogestivos porque nos gestionamos a nosotros mismos. Perfecto. ¿Eso implica que cuando aparezca alguien que nos haga el favor de gestionar por nosotros, vamos a ceder bien dispuestos y velozmente ese espacio? ¿O reivindicamos nuestro lugar de autogestión porque entendemos que eso no sólo conlleva el tener que hacerse cargo de lo burocrático y lo administrativo, lo contable y lo logístico, sino que también implica nuevas formas, modos distintos de encarar proyectos culturales, poniendo el foco en la relación con el otro, en la apuesta a la construcción y desarrollo de lazos colectivos, en una mirada acerca de la cultura cada vez menos como un hecho comercial y más como un proceso social?

Los sentidos comunes del exitismo, atravesados por una lógica puramente comercial y falsa, que sólo entiende de desarrollos individuales, no debería convivir con aquello de lo que hablamos cuando hablamos de autogestión. Para eso, entendemos, es importante empezar a pensar esta palabra, este concepto, y darle un contenido, que tiene que ser diferente, y que tiene que ser nuestro. De alguna manera, hay que inventarlo, pero en función de las múltiples experiencias existentes.

Para que, así, la autogestión no sea tan sólo una bandera.

 

Vamos por las tramas

Notas en esta edición

Ante todo, la canción, por Pablo Boyé

La cultura se planta, por Santiago Lecuna

Un blues que se mueve por las calles, por Pablo Boyé y Sebastián Verdún

Sobre dinámicas de trabajo no hay nada escrito, por Maxi Forestieri

«Operación Retorno», de Gil Solá & Exiliados, por Leandro Navarro

«Montaraz», de Caballos, por Guido Venegoni

 

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