Hubo un momento en que el músico como trabajador fue una realidad en Argentina. En 1958, la sanción de la Ley del Ejecutante Musical trajo aparejada, desde la letra, una serie de postulados que garantizaban condiciones de trabajo dignas para la actividad musical. Sin embargo, su reglamentación llegó recién con la entrada del siglo XXI, y duró poco. ¿Qué pasó en el medio? Esta nota invita a revisitar los acontecimientos para, lejos de añorar el pasado, tratar de dar cuenta del paso de un mundo de regulaciones a otro –el actual– de mayor desamparo y precarización. Y de cómo en esa reconfiguración se afianzó el artista en su lugar mítico, separado del común ordinario.
por Víctor Tapia
Los tiempos felices en la humanidad son las páginas vacías de la historia.
Leopold Von Ranke
En notas anteriores (ver aquí y aquí), insistimos que la concepción por la cual la música no es tomada como trabajo posee una corta vida en la historia argentina. Años atrás, los músicos disponían de abundantes fuentes laborales. La ¿evolución? del contexto político y económico fue destruyendo estos laburos. La eliminación de las orquestas en radio y televisión durante el onganiato fue uno de los primeros golpes. En el actual período post-Cromañón es impensable siquiera imaginar leyes que obliguen a las emisoras a usar músicos en vivo en vez de grabaciones. Hoy, todo se soluciona con una playlist, que se repite cual disco eterno.
En 2005, ocurrió un hecho político que se pasa por alto en las revisiones históricas. Una aprobación seguida de derogación. Una vuelta atrás que aún sigue rigiendo la pauperización del trabajo musical, pero no es criticada por miedo y complicidad. O mera ignorancia.
Hubo un tiempo que fue hermoso: la ley que decía que ser músico es ser laburante
30 de septiembre de 1958. Sol en Libra, regido por Venus. Gobernaba Arturo Frondizi en los albores de su corto mandato. Y se aprobaba, tras dictamen favorable de la Comisión de Legislación de Trabajo, la Ley del Ejecutante Musical propuesta por la diputada María Teresa Muñoz de Liceaga, una radical con ciertas simpatías a la Unión Soviética y otrora defensora de la soberanía petrolera (algo que olvidó durante el frondizismo). Contradicciones ideológicas aparte, debemos agradecer a esta mujer por la creación de la legislación más progresista para los músicos argentinos. Esta comenzaba con un artículo de un poder inusitado. Hasta parecía “Tattoo You” empezando con “Start Me Up”:
«A los fines de lo establecido en la presente ley, se considerará “ejecutante musical” a la persona que, cualquiera sea el lugar y forma de actuación, desarrolle sus actividades de trabajo y las tareas que le son propias al músico (instrumental y/o vocal), director, instrumentador, copista o dedicado a la enseñanza de la música».
El sindicato de músicos quedaba habilitado a otorgar una matrícula para identificar a los ejecutantes musicales. La ley le permitía al gremio intervenir “en casos de incumplimiento” del estatuto. Como ser: aplicación de sueldos mínimos, descanso hebdomadario, vacaciones, sueldos anuales. Las denuncias debían ser consideradas oficialmente por el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social para aplicar sanciones y multas. El importe de estas no iba a las arcas del Estado nacional, sino al mismo sindicato de músicos.
Toda reclamación o denuncia era considerada por el sindicato, quien iba a disponer de una caja destinada a la recepción y distribución de salarios; porcentajes para la atención de riesgos de enfermedad y accidentes; y porcentajes relativos a la ley 11.729 como antigüedad y vacaciones. La Caja de Salarios y Prestaciones Sociales del Músico liquidaría el pago de salarios y prestaciones con sus depósitos. Los contratistas realizaban un aporte legal sobre el monto de las planillas de sueldos, hecho en ocasión del pago de estos.
Quizás el punto polémico de la normativa era la creación de una mesa examinadora, conformada en partes iguales por representantes de la Comisión Nacional de Cultura y músicos agremiados. Mediante un examen de capacitación, se otorgaba la matrícula de ejecutante. Tengamos en cuenta que esto no era nada controversial para el año 1958, cuando los músicos de toda orquesta leían partitura a primera vista. Por otro lado, hasta los sesenta días de vigencia de este estatuto se iba a dar la matrícula a todo solicitante afiliado a entidades reconocidas por el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, sin tener que someterse a ningún examen. Por lo tanto, el número de personas a ser probadas quedaba ostensiblemente reducido considerando el nivel de sindicalización de esa época.
La ley obligaba a ser trabajador en dependencia por cualquier actuación pública, no importando si era una sola. Estas actuaciones no podían exceder las cuatro horas y media diurnas, y las cuatro horas nocturnas, por espectáculo. Las “nocturnas” eran las realizadas entre las 21 horas y las 8 de la mañana del día siguiente. Había excepciones para los sectores de trabajo que por su modalidad específica no pudieran ajustarse.
Estos límites a la explotación laboral eran acompañados del establecimiento de feriados obligatorios. Los Viernes Santos, el Día de los Difuntos, el Día de los Músicos, el 1 de mayo, el 24 y el 31 de diciembre. Las empresas debían usar sí o sí discos en ese día, debiendo esperar hasta las 04:00 AM del día siguiente. Para el resto del año no había tutía: todos los locales que realizaran bailes o “espectáculos musicales” debían contratar orquestas. Estas debían ser pagadas obligatoriamente vía entrada o consumición. Las entidades de carácter mutual, beneficiencia o culturales quedaban exentas.
Se establecían comisiones para las paritarias, formadas por representantes de los contratistas principales y del gremio. Un funcionario del Ministerio de Trabajo las presidiría, y en ellas se discutirían las categorías a diferencias y sus sueldos mínimos. Incluso, se fijaría el número mínimo de ejecutantes musicales a emplear. Las normativas municipales se inspiraron en este punto: Rosario obligó en los sesenta a los clubes y organizadores de bailes a contratar grupos con cinco o más integrantes. Es por eso que Los Vampiros, grupo que nucleó a los futuros Gatos Kay Galifi y Oscar Moro, debió añadir un percusionista y un cantante.
Volviendo a la ley de 1958, cabe agregar que esta disponía constituir comisiones paritarias por cada uno de los quince grupos de trabajo señalados por la ley: teatros con música continuada; teatros y cines con música de entreacto (número vivo); hoteles, confiterías, restaurantes, cafés conciertos, bares americanos y peñas sin pistas de baile o variedades; confiterías con variedades; confiterías, restaurantes, bares americanos, peñas, cabarets y boites con pistas de bailes; establecimientos de bailes (refiriéndose así a las academias de bailes de salón); radios y televisión; filmación o grabación de películas; grabación de discos; parques de diversiones y circos; orquestas, bandas sinfónicas, orquestas de cámara y coros; oficios religiosos; institutos de enseñanza musical; bailes, y giras al interior/exterior. ¡Toda música era trabajo! Hasta el músico de la parroquia de barrio o el que tocaba en una academia de bailes.
Breaking The Law: la pérdida de una herramienta fundamental para que la música sea trabajo
19 de mayo de 2005. Sol en Tauro, regía Venus. Con los ecos de Cromañón aún sonando, el entonces presidente Néstor Kirchner reglamentaba, cuarenta y cinco años después de su sanción, la Ley del Ejecutante Musical. Porque la ley nunca había sido reglamentada, por más loco que parezca. Su largo periplo puede seguirse aquí.
El texto firmado por Néstor Kirchner reglamentaba las figuras de músico, director, instrumentador/arreglador, copista y persona dedicada a la enseñanza de la música. La polémica mesa examinadora quedaba integrada por tres músicos de “reconocida trayectoria musical”. Sus sucesores debían ser matriculados. No quedaba claro cómo se definía ese ”renombre”, pero sí quiénes estaban exentos del examen: los diplomados en conservatorios que tenían título oficial fuera a nivel nacional, provincial y municipal; los catedráticos, profesores y maestros que hubieran dirigido orquestas o coros oficiales; y todo músico de cualquier género y especialidad en actividad profesional comprobada a la fecha, que solicitara la matrícula en el plazo de seis meses contando a partir de la fecha en entrada de vigencia del decreto (recordemos que el texto original daba sólo dos meses). La matrícula costaría, por año, 96 pesos de aquel entonces (para ese momento, 32 dólares tomando un cambio de 3 a 1).
Se disponía que los modelos de contratos debían ser los derivados de los instrumentos y disposiciones de cada uno de los colectivos de trabajo homologados por la autoridad de aplicación y aplicables a la actividad. El Ministerio de Trabajo y la Secretaría de Cultura dictarían las normas complementarias.
A esto se limitaba el decreto, publicado el 24 de mayo en el Boletín Oficial. Se podía criticar el examen requerido, pero todo era más laxo que en la ley original. Al fin, el músico pasaba a ser un trabajador reconocido y amparado por el Estado. Pero hay decretos que mueren potros antes de reglamentar. Y este fue el caso.
Músicos autoconvocados de la Unión de Músicos Independientes (UMI) se reunieron con frecuencia en el Hotel Bauen para manifestarse en contra de la ley. El hoy detenido por violación y abuso, Cristian Aldana, siempre contó el hecho como una hazaña propia. Por su lado, la futura ministra de Cultura, Teresa Parodi, decía en el portal Unidiversidad:
“Es una ley re antigua que ya no contiene la forma de trabajar, es de 1958. Inclusive si leés el texto por momentos es gracioso utiliza términos de vínculos de trabajo completamente desaparecidos en nuestro medio, lo de la matrícula es una afiliación compulsiva tremenda. Me parece ridículo, no puede existir el ejercicio ilegal de la música, puede ser en la medicina o abogacía pero no en la música ni en la pintura o el arte en general.”
La cantante confundía la ilegalidad con la informalidad. Los músicos que no estuvieran matriculados no iban a dejar de tocar o ser perseguidos por la policía. Sino que no iban a disfrutar de los derechos laborales impartidos por la ley (de los cuales no disfrutaban ni en 2005, ni hoy, aún sin matrícula alguna). No se iba a perseguir al músico callejero, como se hace ahora, sino al trabajo en negro, encubierto o precarizado.
Por otro lado, Parodi hablaba de “prácticas vetustas”. Es cierto que las modalidades de trabajo contempladas en la ley ya están extintas casi por completo. Pero, justamente, en el marco de la hecatombe laboral producida por Cromañón, el proyecto podría haber sido una buena posibilidad de reconstruir esas fuentes laborales. Sin embargo, el decreto no fue acompañado de la convicción política necesaria y el desarrollo de un plan a largo plazo.
La principal discusión que se puede entablar con Parodi es que no estamos ante meros “vínculos de trabajo completamente desaparecidos”. No es que una forma de trabajo en concreto ya es vieja: sino que la misma concepción del músico como trabajador no rige. Con todo lo que le podemos criticar a los años cincuenta y sesenta (contubernios entre editoriales y discográficas, presiones sindicales que podrían considerarse desmedidas) debemos reconocerle una virtud irrefutable: el músico era tomado como un trabajador más. La ley 14.597 no puede entenderse sin este contexto: se trataba del reconocimiento oficial de este carácter de laburante -que ya había quedado obsoleto en 2005. Pero no por un cambio mágico o natural, sino por una paulatina y constante pauperización del trabajo de los músicos a lo largo de décadas.
Durante el 21 de abril de 2006, los músicos posicionados en contra de la ley se reunieron con el entonces jefe de gabinete Alberto Fernández. Néstor Kirchner ingresó sorpresivamente, prometiendo la derogación. Dicho y hecho. El decreto murió el lunes 22 de mayo de 2006. Según Página|12, la derogación fue aplaudida con la presencia de Víctor Heredia, Teresa Parodi, Litto Nebbia, Leopoldo Federico (recordemos su paso por la presidencia de la Asociación Argentina de Intérpretes), Liliana Herrero, Eduardo y Juan Falú, Marcela Morelo, Mex Urtizberea, Manuel Wirtz, Miguel Cantilo, Andrés Ciro Martínez, Ignacio Copani, Lito Vitale, Peteco Carabajal, Kevin Johansen, Miguel Mateos, Juan Carlos Saravia y Horacio Fontova. Gran parte de estos músicos fueron habitués asiduos de actos del kirchnerismo y manifestaron públicamente su apoyo a él. Otros que dieron sus firmas a la campaña restauradora fueron Adrián Iaies, Ernesto Jodos, Fito Páez, Vicentico, Moris, Jorge Fandermole, Lito Epumer, Fernando Tarrés, Adriana de los Santos, Walter y Javier Malosetti, Mercedes Sosa, Germán Boco, Rodolfo García, Javier González, Willy González, Marcelo Katz, Viviana Prado , Eduardo Tacconi y Andrés Calamaro.
El “Salmón” criticó a la ley en la entrega de los premios Gardel, dependientes de CAPIF (la Cámara Argentina de Productores de Fonogramas y Videogramas). La Cámara coincidía en opinión con la UMI, que escrachó a quiénes estaban a favor de la ley: el SADEM y su entonces secretario general Martín Jaime (otrora miembro del ERP en su rama anarquista); el entonces diputado Julio Atanasoff; y Miguel Botafogo, uno de los tres integrantes de la Mesa de Examen. El guitarrista había aclarado que su presencia iba a impedir que los músicos “intuitivos” se quedaran sin matrícula, por lo que quedaba derruida la creencia de que el examen implicaba el conocimiento de la lectura de partituras o leyes de armonía.
En el poco tiempo de vida de la ley, inspectores tomados del SADEM y su obra social hicieron operativos con el Ministerio de Trabajo por los locales nocturnos de los barrios porteños de Palermo, San Telmo y Puerto Madero. Las planillas, requerimientos y actas se suscitaron a causa de que absolutamente todos los músicos empleados estaban en negro. No sólo se controlaba la matrícula (eje del reclamo de la alianza restauradora), sino que los músicos estuvieran suscritos a algún Contrato de Trabajo Tipo.
Un comunicado del entonces secretario general del SADEM marcó una relación hoy mucho más clara a la vista de la retrospectiva histórica: el recién nacido kirchnerismo buscaba reaccionar contra el desmadre causado por Cromañón, que aún seguimos pagando. Direcciones por inbox y miles de clausuras que limitan las vías laborales, precarizándolas aún más. Esto decía Martín Jaime.
“Me gustaría concluir con una reflexión acerca de Cromañón: Hubiera sido impensable una tragedia de tal magnitud si la mal llamada y peor aplicada ‘cogestión’: venta de entradas anticipadas ¿por quién? y ¿dónde? se hubiera realizado mediante contrato visado y la debida constatación de las normas, práctica ésta que no puede ser atribuida a los sindicatos que, pulcramente, recorren las noches de la ciudad, permanentemente. Esta ley (vigente desde 1958) jamás fue cuestionada por músico alguno, fue publicitada la intención de reglamentarla por el SADEM oficialmente desde 1998. Se puede acreditar oficialmente. Ej.: Revista La Nota, año 1998 y sucesivos, diario Pág. 12 y miles de mails enviados.”
Del otro lado de la trinchera, el músico Marcelo Moguilesvsky decía parapetado en la Unión de Músicos Independientes:
“Vos imaginate que los últimos cincuenta años de la música argentina están basados en la autogestión, desde la aparición del rock como fenómeno musical, hasta todo lo que se hace en la cultura alternativa que no tiene que ver con la música comercial, o la música establecida por las orquestas.”
Moguilevsky usaba el concepto de “música comercial” creado por el locutor Fito Salinas en los 60 para criticar a su competencia televisiva (el mismo que usó la revista Pelo en los 70 para defenestrar a los grupos que no quería, como Alma y Vida, que rechazó tocar gratis en su BA ROCK). Visión ideológica que muestra a la música como un acto artístico y pasional, que no debe reportar dinero pues este mismo invalida su calidad.
La realidad es que no existe la “música no comercial”. Todos los músicos están inmersos en una economía de mercado, y en la mayoría de los casos son ellos quienes venden su fuerza de trabajo por la cual otras personas generarán plusvalía. Y aún más simple: la sola venta de un disco o el cobro de una entrada echa por traste la fantasía de una música sin “comercio”. Aun imaginando un Robinson Crusoe que compusiera música en su casa y no la difundiera ni comercializara, de alguna manera u otra necesitaría dinero para vivir. Por lo que nadie está afuera del “sistema”.
La concepción de “música comercial” no repara en los capitales que no sean económicos (subir música gratis a Internet puede propiciarle a un músico prestigio dentro de un campo, por ejemplo). Pero hay algo mucho más delicado: la palabra “autogestión” debe utilizarse con mayor precisión. Lo primero: es totalmente falso que los “últimos 50 años de la música argentina” se hayan fundado en la “autogestión.” Suponiendo que Moguilevsky tomó la historia oficial del rock nacional como referencia de sus “orígenes”, cuesta creer que la RCA fuera autogestiva (allí grabaron Los Gatos y Almendra). Lo mismo vale para CBS (Abuelos de la Nada) y Music Hall (Pajarito Zaguri). Quizás pensaba en Mandioca, aunque en ese caso olvidaba que el empresario del libro Jorge Alvárez fue socio comercial de Ricardo Kleinmann en la aventura de Talent (subsidiaria de Microfon).
Y otro detalle: al parecer Mandioca tenía distribución propia, cosa que muchas “discográficas independientes” no poseen. Hay miles de detalles que revelan una dependencia en mayor o menor medida de los “autogestivos”. La cual puede estribar también en la recepción de subsidios públicos, en la falta de estudios de grabación propios y tantas cosas más. Lo importante es no confundir “autogestión” con “precarización”, pues debemos discutir si el proceso no fue una reacción de supervivencia frente a la falta de trabajo en dependencia. Aplaudir que un músico deba tocar en el subte en vez de hacerlo en una confitería que le pague en blanco no es progresista. Todo lo contrario: es la legitimación de un Estado que no ampara a los artistas locales.
This the End My Friend, The End Of Our Elaborate Plans: un paseo por las cenizas de la ley
La derogación del decreto creó una comisión técnica en el ámbito del Ministerio de Trabajo para tratar una agenda sobre la ley 14.597. Recién el 28 de noviembre de 2012, se sancionaría la famosa Ley de Nacional de Música. Promulgada de hecho el 8 de enero de 2013, creó el Instituto Nacional de la Música (INAMU) que hoy oficia como faro ante el ajuste perpetrado por el gobierno de turno. Pero que el árbol no tape el bosque: por algo es la ley de la “música” y no del “músico”. Sus conquistas nada tienen que ver con el estatuto laboral del músico y conforman un carril completamente aparte. Por lo tanto, no es para nada un sustituto de la ley del Ejecutante Musical.
El 2 de junio de 2011, los entonces diputados kirchneristas Francisco Omar Plaini, Octavio Argüello y Antonio Aníbal Alizegui presentaron el proyecto de ley (número 2958-D-201) para retomar el estatuto del músico. Pero quedó en la nada. En 2012, el SADEM presentó un proyecto de Ley Provincial de Músicos en Jujuy; tampoco llegó a ningún puerto.
Hasta el momento, sólo Tierra del Fuego posee una ley que contemple un Régimen de Trabajo del Músico (número 800, sancionada el 24 de septiembre de 2009 y promulgada de hecho el 3 de noviembre de ese año). Se atañe a la ley 14.597, ya que en realidad esta no ha sido derogada (sí su reglamentación, lo que impide su vigencia efectiva). Si bien se mantiene la mesa calificadora (a manos de la delegación regional de SADEM), se estipula un registro de músicos amateurs. El Estado provincial y municipal debe promover espacios públicos, libres y gratuitos para que ellos toquen. A los ámbitos de trabajo considerados en la ley original agrega casinos, bingos, barcos y centros de turismo, centros culturales municipales/provinciales, giras al interior y/o exterior. Cabe aclarar que los menciona sólo como “ejemplos”; no incluye a los teatros, cines con entreactos y confiterías de variedades contemplados en la ley original. Claro está que las dos últimas categorías son obsoletas en la actualidad.
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Es cierto que no podemos dar cuenta de la aplicación efectiva de la ley, ya que eso duró muy poco. En lugar de su derogación, se podrían haber planteado modificaciones, como eliminar la mesa calificadora o reemplazarla con una sencilla declaración jurada sobre la condición de músico (algo que requiere hoy el INAMU). Otra opción era un registro de músicos amateurs como estipuló la reglamentación fueguina, o reparar en los Dj´s, que quedaban con un status ambiguo.
La lástima es que la derogación de la reglamentación haya congelado el debate sobre la ley, la cual sigue vigente pero dentro de un limbo. Más aún: el debate podría haber disparado la creación de una nueva ley del músico, nacida al calor de los cambios del ecosistema cultural argentino. ¿No hubiera sido hermoso que ésta incluyera una discusión sobre el rol que juegan SADAIC, SADEM, AADI y tantas instituciones más? ¿Y que al mismo tiempo estableciera un marco laboral para los músicos?
Al entender de quien suscribe estas líneas, la sindicalización del músico era un paso hacia adelante. Por más discrepancias que se pudiera poseer con el SADEM y con el instrumento calificador, no se puede ignorar que estar enrolado en el peor sindicato abriga mucho más amparo que la mejor de las “autogestiones”. Basta ver las enormes diferencias que existen entre un trabajador fuera de convenio y un sindicato como el de Comercio. Pese a que éste sea de los menos aventajados, asegura algunos derechos como la inexistencia de topes indemnizatorios (algo que sufren los fuera de convenio, quienes también tienen diez días menos de estudio que alguien de Comercio). Este solo ejemplo muestra la ventaja de cualquier sindicalización. Cómo ya dijimos antes, detrás de los “emprendedores autogestivos” suele ocultarse la falta de un Estado que ampare a los músicos.
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No existen “músicos comerciales” y “músicos que no lo sean”. Sólo existen trabajadores del arte, que no debieran tener diferencias entre ellos. Y para quienes aún dudan de la inexistencia de esta grieta, les acercamos las palabras que el baterista de jazz “Mono” Lescano dedicó en el libro La Música de Sandro a su trabajo con el “Gitano”. Años en que la música era tomada como laburo, y se vigilaba que todos recibieran su paga en el sindicato. Un jazzero era capaz de agradecerle a una figura de la música pop por proteger sus derechos laborales:
“En algunas películas, al terminar a cualquier hora de la madrugada, íbamos al estudio donde estaban grabando la música de la película y recuerdo que en su generosidad, el Astro nos decía: ´Dale , Hebert, agarrá una viola, Mono manoteá un accesorio´, y era para que fuésemos anotados en la planilla del SADEM, y cómo decía él: ´Para ganarse unos mangos más´. Sí, fue muy generoso en todo.”
¡Y eso que Sandro hacía música comercial! ¿Será que el viejo antagonismo entre los «comerciales» y los «contraculturales» no define necesariamente quiénes luchan y quiénes no contra la precarización del trabajo? Sólo las páginas vacías de la historia lo saben.
Reblogueó esto en Universo Epígrafe.
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Absolutamente real. Algo que no dice pero queda claro es que quienes aplaudieron la derogacion de la reglamentación son todos empleadores. Mejor asi . De este modo estan libres de aportar por su empleados
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