Las voces asfixiadas

Frente a una industria cultural que acapara y no da lugar a la diversidad de expresiones populares, artísticas y musicales que habitan nuestros territorios, se plantea el caso del artículo 65 de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Artículo que propone abrir el juego y generar un espacio para las voces que no lo tienen.

por Paula Ghio

El mercado de la producción cultural

Una de las grandes luchas geopolíticas de la actualidad se basa en las relaciones de poder que se establecen a través de la producción, distribución, circulación y consumo de los bienes simbólicos. Masividad de la información y pluralidad de voces no son sinónimos: la primera responde a los intereses perfectamente articulados por las industrias culturales, mientras que la segunda da cuenta de la diversidad de expresiones que habitan una cultura. En este marco, el mercado se erige como coordinador de los distintos contenidos incorporándolos dentro de la lógica de la oferta y la demanda y construyéndolos como bienes formateados desde la concepción de la propiedad privada. Las formas que están por fuera de esta estructura y plantean lógicas y estéticas diferentes no tienen lugar más allá de sus círculos inmediatos y cercanos. Será por eso que, en su momento, Adorno y Horkheimer calificaron a las industrias culturales como la eterna repetición de lo mismo.¹

Habría un esquema que se repite hasta el hartazgo, debido a que produce un sinnúmero de ventas que son redituables económicamente. Cuando este esquema caduca, se construye otro que, con alguna modificación, vuelve a ser redituable. Pareciera que esa es la única característica que deben tener los contenidos. No importa si representan o no a la identidad de un determinado lugar, si son expresión de la cultura popular, si deconstruyen o traen a escena nuevas formas que aporten a la construcción democrática de una sociedad y la reflejen culturalmente. El objetivo es la maximización de ganancias y la reducción de costos, como toda lógica empresarial. La peligrosidad de este paradigma dominante radica no sólo en la dificultad de los distintos ciudadanos que no pueden cumplir con el derecho humano a expresarse libremente y están confinados únicamente a publicar ciertas opiniones mediante redes sociales, sino que a su vez, hay una restricción en el acceso. O mejor dicho, las opiniones, informaciones, expresiones artísticas y culturales que recibimos son siempre -o casi siempre- de las corporaciones.

Hace tiempo que es estudiada la influencia de los medios de comunicación masiva en la creación de subjetividades. Qué tipo de sujetos se constituyen desde este esquema no es menor en el análisis de la batalla geopolítica por el poder sobre los bienes simbólicos.

El Estado y las industrias culturales: el caso del artículo 65 de la LdSCA

En 2001, el teórico cultural Néstor García Canclini escribía sobre la necesidad de legislar la acción de las industrias comunicacionales, a raíz de la tendencia global a desregular las inversiones en cultura, con amenazas inquietantes al patrimonio tangible e intangible de cada nación. Analizaba que esa “mercantilización absorbente” de las industrias culturales tiende a desproteger a los artistas y a dejar indefensos a los consumidores de la cultura. Por eso, es central entender que “la creación cultural de cada sociedad no se agota en lo que el mercado reconoce y mucho menos en lo que aceptan las megadisqueras, editoriales y televisoras”, sino que hay todo un circuito de bienes simbólicos que producen distintos grupos y comunidades que representan las identidades de las poblaciones, pero a las que no se les da lugar desde la masividad y el totalitarismo del mercado.

En este marco, el Estado debe crear políticas públicas que hagan espacio a las expresiones que las corporaciones no dan lugar, debe erigirse como garante de los derechos humanos estipulados en los tratados internacionales vinculados a la libertad de expresión. Si los Estados no regulan en pos de estos derechos lo harán las multinacionales, y ellas no han sido elegidas democráticamente. Los Estados deben ser representativos de sus pueblos, respetar y legislar por sus derechos, a la vez que “pueden proteger legalmente y auspiciar económicamente programas de producción y distribución que ayuden a existir a los grupos y redes menos poderosos, más innovadores o representativos de minorías” (Canclini, 2001).

Es importante conocer que, en nuestro país, se trata de cumplir el mandato del artículo 75 inciso 19 de la Constitución Nacional, en el que se plantea la importancia de “dictar leyes que protejan la identidad y pluralidad cultural, la libre creación y circulación de las obras del autor; el patrimonio artístico y los espacios culturales y audiovisuales».²

En Argentina, hubo un intento de legislar en pos de darle espacio a esas voces que no lo tenían desde la Ley 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual, del año 2009 –modificada en siete artículos por el decreto 267 firmado por Mauricio Macri y todo su gabinete de ministros, a sólo días de haber asumido en el gobierno. Dicha ley plantea, entre sus objetivos, que los medios de comunicación deben promover la expresión de la cultura popular y el desarrollo cultural; fortalecer acciones que contribuyan al desarrollo artístico y educativo de las localidades donde se insertan; generar un desarrollo equilibrado de una industria nacional de contenidos que preserve y difunda el patrimonio cultural y la diversidad de todas las regiones y culturas que integran la Nación.

A su vez, establece, en su artículo 65, que los servicios de radiodifusión deben dar lugar, como mínimo, a un treinta por ciento (30%) de música de origen nacional. Y, de ese porcentaje, el 50% debe ser de música producida en forma independiente.³

Sin embargo, más allá de estar escrito en la Ley, en los hechos no sucede: las radios que presentan mayor rating en nuestro país, como Mitre, La 10, La Red, Continental, La 100, Disney, Pop –por ejemplo– nunca le han dado lugar al porcentaje estipulado por el art. 65 para la música independiente. De este modo, las expresiones culturales y musicales siguen sin tener espacios en los medios a través de los que puedan difundirse, crecer y aportar al desarrollo cultural de la nación. Mientras que los ciudadanos continúan sin tener ese acceso a algo más que los contenidos únicamente difundidos por la mercantilización absorbente. Es por eso que el Estado, además de sancionar leyes que contengan y se focalicen en determinados derechos, debe legislar y regular en pos de su efectivo cumplimiento, dado que las empresas de medios, por sí solas, no acatan.

La construcción de agrupaciones colectivas que puedan generar las demandas al Estado es sumamente importante ya que ninguna presión se puede constituir como plan de lucha de forma individual.  En este sentido, la Unión de Músicos Independientes ha realizado distintas acciones en pos de que se cumpla el artículo 65, una de ellas ha sido la creación del Banco Nacional de música independiente con el objetivo de facilitar a la radios el acceso a dichas producciones. Sin embargo, no se han obtenido los resultados deseados.

Más allá de lo que una ley puede estipular en los papeles, su efectivo cumplimiento depende de la capacidad de organización y movilización de los sujetos involucrados para llevar adelante distintas estrategias, formas de incidencia y planes de lucha en pos de que se cumplan los derechos que les corresponden. Y esto es importante a la hora de pensar en exigir el cumplimiento de las cuotas establecidas por ley, así como para exigir nuevas legislaciones que den más lugar y voz en medio de tanta asfixia de los mercados.


[1] De todas formas, la constitución de las industrias culturales es más compleja y ha ido incorporando mayor diversificación de sus productos segmentando el mercado para abarcar a partes cada vez más amplias de la población como consumidores.
[2] Son compromisos firmados ante la UNESCO al suscribir la Convención sobre la Protección y la Promoción de la diversidad de las Expresiones Culturales.
[3] Música producida de forma independiente: donde el autor y/o intérprete ejerza los derechos de comercialización de sus propios fonogramas mediante la transcripción de los mismos por cualquier sistema de soporte teniendo la libertad absoluta para explotar y comercializar su obra.

 

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