La tensión entre las significaciones del arte y un mercado que necesita convertir obra en producto. Las estrategias llevadas adelante por las industrias culturales del mainstream y cuánto hay de democratización efectiva en relación a las producciones independientes. El bombardeo mediático y el marketing de boca en boca como estrategias que inciden en el sentido de pertenencia de aquellos que, de pronto, sienten la necesidad de “no quedarse afuera”. Plataformas que parecieran conocernos tanto como para ofrecernos el contenido justo que necesitamos.
por Julián Ventura
‘‘El arte ha sido en verdad la primera institutriz de los pueblos”
Hegel
A lo largo de la historia, las concepciones del arte han ido variando acorde a las necesidades de cada cultura en su momento histórico correspondiente. Los roles del arte (si es que los hay) han sido cuestionados y analizados desde diferentes perspectivas y, sobre todo, en lo referente a la tensión entre la idealización del arte como pura expresión de humanidad y su funcionalidad como mero ocio o entretenimiento.
Durante el auge del clasicismo, la figura del artista comienza a gozar de cierta libertad creativa y a despegarse de la figura de un artesano o mero servidor de la nobleza y los mecenas. Hasta ese entonces, las manifestaciones artísticas se encontraban supeditadas a los deseos de quienes poseían el dinero para financiarlas, para ‘‘alquilar’’ la creatividad de alguien que expresara sus ideas, y así disponerlas para el ocio de las clases pudientes. Es decir, considerando la hegemonía histórica de la cultura europea, hace tan sólo algo menos de trescientos años, los artistas comienzan a decidir sobre algunas cuestiones del decir de su obra.
Con la inserción de nuevas técnicas capaces de lograr la reproducción masiva de una obra, el sentido de su autenticidad (o su aura, al decir de Walter Benjamin) comienza a verse cuestionado. El arte puede ser fabricado en serie como cualquier otro producto industrial, y ya no cuenta con su unicidad como hasta entonces. La industria del entretenimiento, aventajándose con estas nuevas técnicas, ha sabido encontrar en los lenguajes artísticos una tierra fértil en donde sembrar sus producciones, a través de ‘‘transformar un simple producto en recuerdos, en experiencias y en estilo de vida’’, para decirlo en palabras de Frédéric Martel.
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Las estrategias utilizadas para llevar a término este planteo pueden ser analizadas desde diferentes enfoques; entre ellos, el que refiere a atender a la lógica con la que se concibe la figura del artista en la sociedad contemporánea. Existe un interés manifiesto de una parte del público-consumidor en saber si aquello que el artista está diciendo en su obra realmente le sucedió, otorgándole un valor agregado de veracidad. Es por esto que, en muchos casos, se percibe un énfasis por parte de la industria en manifestar que la obra se encuentra basada en hechos reales; de esta manera, se predispone al producto a una capacidad de penetración mayor debido a su potencial identificación con el público, porque ‘‘le podría pasar a cualquiera’’.
Estas estrategias parecieran ser especialmente efectivas en los productos generados para lenguaje cinematográfico. Como ejemplo, existen varios casos de éxito rotundo en el último tiempo que, sumados a los intereses de resucitar a un ídolo popular (es decir, teniendo como antecedente una importante huella en el imaginario colectivo) con su imagen en caída libre, da como resultado a un Luis Miguel rompiendo récords, no sólo en Netflix, sino también en Spotify (canciones con un incremento del 4000% en sus reproducciones). Este efecto rebote producido en el consumo de sus canciones por parte de un segmento de la población en el que el producto no había sido tan efectivo hasta entonces, es algo más que un simple efecto secundario.
En Cultura Mainstream (2011), el sociólogo Frédéric Martel cuenta su experiencia luego de entrevistar a personalidades ligadas a las industrias creativas del mainstream, entre ellas a productores y directores de Hollywood, quienes explican algunas de las metodologías que llevan a cabo para asegurar el éxito de un lanzamiento cinematográfico. Estas metodologías constan de una serie de etapas, que comienzan con determinar el segmento específico de la población en el que impactará el producto. Luego, se realizan test screenings de la película sin terminar, en donde se especificarán cuestiones como la duración, la inclusión o exclusión de determinadas escenas, o incluso la eliminación de happy endings en caso de ser necesario; acciones posibles gracias a un fino proceso de post-producción. Si en estos casos existiera tal expresión artística como necesidad, convive con un alto grado de maleabilidad dado por la necesidad de que la obra se convierta en producto.
Entre las estrategias de marketing utilizadas por estos gigantes de la industria, además del clásico bombardeo mediático llevado a cabo en los clásicos medios de difusión, sumado a la intencional viralización ‘‘ilegal’’ de fragmentos de la película, Martel destaca los métodos de evaluación del estado de las conversaciones y del boca en boca de la película en la web: en caso de ponerse críticos, se encienden una especie de firewalls para lanzar a tiempo una campaña que los contrarresten. El buzz marketing (estrategia que busca generar, a través del boca en boca, un acercamiento amable hacia el producto) es una herramienta clave en este contexto; de ella se vale también el gran aparato publicitario de Netflix.
Las plataformas pagas de contenido on demand, como es el caso de Netflix (la más popularizada en Argentina), han ganado importante terreno por sobre la ‘‘piratería’’ en los últimos años. Al ofrecer lo que en apariencia se figura como un amplio catálogo de contenido, la necesidad de ir a buscar otros contenidos en portales de descarga no autorizada, ya sea para descarga directa o P2P (peer to peer, red entre pares en la que sus usuarios funcionan como clientes y servidores al compartir el contenido que poseen) parece haber mermado. Es interesante analizar la relación que, en algunos casos, se da a través del pago que un usuario realiza por el servicio. Este supone que, a cambio del abono de su suscripción, recibirá el contenido que satisfaga sus necesidades, por ende no necesitará ir a buscar contenido por fuera de la plataforma. Todo lo que está por fuera del catálogo de la plataforma, por lo tanto, no figura dentro de las posibilidades de ser consumido por el usuario que descansa en su suscripción. Podríamos enmarcar esto también dentro de los triunfos de las estrategias de marketing llevadas a cabo por Netflix.
En Argentina, el fenómeno cultural ocurrido en el último tiempo producto de la tira ‘‘El Marginal’’ ha puesto de manifiesto la eficacia que el buzz marketing puede conseguir gracias a los espacios de pertenencia especialmente configurados a través de las redes sociales. Una serie que suscitó controversias por su abordaje altamente estigmatizador en relación a la población carcelaria, mostrándola dentro de un circo romano en donde prima la animalidad y la violencia sin el más diminuto asomo de humanidad, ha logrado obtener igualmente una audiencia fiel a lo largo de su emisión. El resurgimiento de ciertas construcciones culturales y principalmente ideológicas, que sólo admiten un acercamiento a lo ‘‘marginal’’ si está espectacularizado, pareciera permeabilizar el consumo de estos productos culturales de apariencia inofensiva tan sólo porque se trata de una ficción, ignorando el contexto en el que suceden y cuáles son los ideales que representa, y asumiendo que sólo cumple con una función de entretenimiento.
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Los productos generados por las industrias creativas del mainstream cuentan con la posibilidad de rotar en los grandes medios de comunicación, gracias a la importante inversión presupuestaria. A pesar de la revolución digital de principios de siglo, que para algunos supone una ‘‘democratización’’ de los medios de producción y difusión, este hecho sigue marcando la diferencia y nivelando fuertemente la balanza con respecto al consumo. Cabe preguntarse entonces, si este concepto de ‘‘democratización’‘ introducido en los últimos años, basado principalmente en el uso y acceso ‘‘gratuito’’ de las redes sociales y en la posibilidad de producir contenido con poca infraestructura técnica, puede equipararse a la aplicación efectiva de algo verdaderamente democrático. El panorama de la música en las radios más consumidas sigue siendo representativo de esto: las majors (Universal, Sony y Warner) compran el espacio para difundir sus productos asegurando su rotación, e incluso haciéndolo por adelantado, lo que impide que, en caso de que algún sello o artista independiente quiera acceder a ese espacio, pueda hacerlo. No es casualidad que estos productos y artistas sean, en su mayoría, quienes encabezan los rankings de reproducción y de ventas.
Si bien el consumo de música a través de las radios viene disminuyendo año a año, mientras el de las plataformas de streaming aumenta, la radio sigue siendo el medio principal por el que se escucha música (según el reporte publicado por la Federación Internacional de la Industria Fonográfica, en 2017). En apariencia, la lógica con la que se aborda y elige el contenido en dichas plataformas de streaming difiere de la radio, ya que son los usuarios quienes eligen y no un musicalizador designado; a pesar de ello, existen algunas grandes similitudes. Así como las radios y medios mainstream insisten con cierto contenido mostrándonoslo continuamente, Spotify ha tenido su propia versión de insistencia con algunos artistas y contenidos, como es el caso de Scorpion, último trabajo discográfico de Drake. La cara del afamado cantante apareció incluso en portadas de playlists en las que no había canciones suyas, sin contar que cualquier búsqueda o visita a secciones de la plataforma era un potencial disparador de una recomendación de este disco. Debido a esta situación, varios usuarios han reportado el pedido de reintegro del dinero abonado por su suscripción.
Aunque es difícil pensar en que este tipo de recomendaciones no sean intencionadas y con un claro propósito de insertar un producto en el mercado, muchas de las sugerencias que las plataformas realizan para linkear contenido son llevadas a cabo por un algoritmo (aunque quizá bot sería un término más acertado), que extrae datos de nuestro comportamiento para realizar un perfil en el que se basarán las futuras recomendaciones y proponer, de esta manera, soluciones ventajosas a nuestra búsqueda de contenido. El bot asume que ‘‘nos conoce’’ y nos muestra más de eso que nos gusta; lo que significa que nuestra navegación dependerá entonces de su ‘‘buena voluntad’’ al momento de ejecutar la acción. La aplicación de esta dinámica a rajatabla llevaría a que los contenidos que nos son ofrecidos pertenezcan siempre a un mismo universo, dejándonos de ésta manera imposibilitados de conocer otro tipo de mundos simbólicos y haciéndonos ingresar en un círculo vicioso en donde sólo consumimos aquello que alguien (o algo, en este caso, ya que estos bots no cuentan con energía libidinal) cree que es de nuestro agrado.
“‘La verdadera justificación de la recolección de datos a gran escala es que permite extraer conclusiones y, sobre todo, evaluar con precisión los acontecimientos presentes y por venir’, podíamos leer en 1934 en la revista de la filial alemana de IBM’’, escribe Edwin Black en su libro IBM y el Holocausto (2001), para dejar en claro que estos procedimientos no son una novedad del nuevo siglo, y citando lo que podría considerarse como una de las ideas precursoras de lo que hoy en día conocemos como big data. Resulta interesante hacer foco en el aspecto evaluativo del ‘‘por venir’’ mencionado en la cita retomada por Black, ya que se podría trasladar a los procedimientos utilizados por algunas de las plataformas de contenido anteriormente mencionadas. Netflix también produce su propio contenido original, y para ello cuenta con las estadísticas que arroja la interacción de los propios usuarios con la plataforma como antecedente para su realización, factor que podría amplificar potencialmente la efectividad a la hora de la toma de decisiones con respecto al tipo de contenido.
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El presente de los contenidos culturales se configura con una aparente oferta que superaría a la demanda. ¿Nos encontramos navegando en un mar de posibilidades en donde, acorde a nuestra subjetividad y a nuestro deseo, elegimos por voluntad propia aquello que nos satisfaga? ¿O es que ese mar se muestra tan amplio que nos da la impresión de que elegimos lo que queremos consumir, cuando es el producto quien nos elige?
Toda expresión artística manifiesta una forma de concebir el mundo, un universo simbólico, y una posición política que mantiene relación con la construcción de la subjetividad del individuo que la consume; aunque el acercamiento hacia ella sea en apariencia superficial. Las estrategias utilizadas por ciertas industrias culturales vinculadas al mainstream parecieran entrar en tensión con esa aparente libertad a la hora de posicionarnos en la elección del contenido. ‘‘Poco a poco, quien se disuelve es el sujeto moderno, aquel que había surgido de la tradición humanista e instituido al individuo como un ser singular y libre, plenamente consciente y responsable de sus actos’, dice el escritor y filósofo Eric Sadin en La Humanidad Aumentada (2017). Frente a este paradigma, entonces, ¿consumimos el contenido que elegimos, o el contenido nos consume a nosotros?
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