¿Qué hay de nuevo en la música? es la pregunta disparadora en esta edición. Para sumar a la construcción de una respuesta posible, el siguiente texto aporta una visión, si se quiere humanista, y que resulta necesaria por su complementariedad a la propuesta por la cultura hegemónica.
por Diego Rodríguez Castañeda
Cruzar las fronteras
Soy músico de origen colombiano y en 2013 salí de mi país en busca de nuevas músicas y nuevas realidades, siendo miembro de un proyecto colectivo dedicado al arte y la transformación social. En el camino llegamos a tocar en los lugares más contrastantes e impensados: desde un caserío en la Amazonía peruana hasta las playas de Río de Janeiro, desde el Museo de Arte Moderno de Guayaquil a los campos de soja donde ocurrió la masacre de Curuguaty en Paraguay.
Recuerdo en especial un recital en la Aldea Yanapay de Cusco-Perú. Como agradecimiento y cierre de la experiencia de trabajo con los niños y niñas de la comunidad decidimos cantar “Yo vengo a ofrecer mi corazón” en una cena con el equipo de colaboradores. A pesar de ser una canción que habíamos tocado mucho, en esta ocasión la intensidad de la experiencia, de los vínculos y del camino recorrido, resignificaron cada verso, cada acorde y en general el tono emocional del momento. La palabra se queda corta en relación a la experiencia, sin embargo la menciono dado que fue uno de los primeros hallazgos en torno a la búsqueda musical: la fuerza de la emoción al interpretar, más allá de toda técnica o teoría musical.
En cada nuevo territorio fueron apareciendo nuevas músicas como los valses criollos del Cholo Berrocal o el mpb de Novos Baianos, por citar dos casos, que aunque no eran recientes en los contextos locales, eran novedades respecto a la oferta musical de la radio comercial tanto por el contenido de sus letras en las que se describe la gente, los paisajes y situaciones locales, como por su interpretación que da una impresión de cercanía y sinceridad. Ese mismo era el efecto que se generaba en cada concierto que dimos, puesto que la interacción con el público y la narración de nuestra cotidianidad aportaba a la construcción de un sentido cada vez más humano y menos espectacular tanto para quien escuchaba como para nosotros.
Derrumbar los imaginarios
A comienzos de 2015, recién llegado a la Argentina, asistí a un encuentro de folclore en La Rioja en el que estuvieron músicos como Juan Quintero, Luna Monti, Jorge Fandermole, Diego Schissi y Carlos Aguirre, todas y todos referentes actuales de la música popular Argentina. Dicho encuentro significó sobre todo la posibilidad de humanizar a los ídolos: conocer sus influencias, sus aprendizajes, sus límites y dudas que dan cuenta del ser humano que hay detrás de cada canción. Fue una experiencia musical nueva en la medida que, a diferencia de los foros o conciertos que suelen darse en aulas o teatros, este se dio en un campo abierto, donde más que hablar, hicimos, sentimos y pensamos la música popular colectivamente desde un diálogo de saberes entre academia y tradición, entre la técnica y la experiencia sensible.
Días después participé del taller de composición de Edgardo Cardozo, otro músico referente, donde cada semana durante todo el año nos encontramos en grupo para compartir canciones surgidas según distintas consignas entre mates y charla, sin partitura, sin banda, sin edición, solo con los recursos musicales y creativos propios. Nuevamente, en este espacio la esencia fue el ritual del encuentro y la desjerarquización de los vínculos, en tanto que el interés estuvo puesto en la canción como expresión creativa más allá de los títulos o trayectorias de cada compañero/a.
La resonancia de los cuerpos
Aparece así una escena musical alternativa que, aunque no es nueva en el tiempo ni en el contexto latinoamericano, sí lo ha sido respecto a la cultura dominante de la época. Es una música con rasgos propios, sincera, austera incluso en lo escénico, pero potente en su relato, alejada del mundo del espectáculo y sus demandas en aras de mantener el vínculo primordial con quien escucha. De ahí que existan, además de los recitales en centros culturales y teatros, espacios alternativos para su expresión como los recitales en casas privadas de amigos, caracterizados por albergar a pocas personas, ofrecer comida casera y por hacerse sin amplificación ni tarimas.
Estos espacios permiten esa interacción íntima y cercana entre artista y oyente que mencionamos en un comienzo, en donde la narración va más allá del hecho sonoro al propiciar un encuentro de personas, donde la idea de ídolo se desdibuja ante la presencia del ser humano que crea. Toman, además, mayor valor estas propuestas al surgir en una ciudad como Buenos Aires que, como toda gran ciudad, nos abruma con su ritmo incesante y la saturación de estímulos visuales y sonoros.
En un momento en el que hay más músicas que oídos para escuchar, y donde la hiperindividualización es la tendencia creciente gracias, entre otras cosas, a las transmisiones online por las redes sociales virtuales que acercan -¿o alejan?- al artista y su audiencia, los recitales en espacios íntimos y la canción independiente o de autor son una apuesta por mantener los vínculos fuera de la pantalla, por darnos espacio y tiempo para escuchar y sentir con todo el cuerpo. No para negar las posibilidades de lo virtual sino para recordar que la música, en tanto vibración, se potencia con el encuentro directo entre los cuerpos que resuenan.
La foto de portada pertenece a Matías Calderón.
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