En carne viva

Una calle, una plaza, la fachada de un edificio que ha sido transformado a lo largo del tiempo, también pueden ser espacios en donde la memoria habita, y se aparece, se impone, nos interpela. Un texto que nos invita a mirar desde otra óptica eso que solemos tener a la vista y, muchas veces, se nos pierde.

por Noelia Ale

Conozco una voz que se esconde entre los edificios. Me habla cada vez que los adoquines se apropian de mis pasos. Cuando está de humor, desliza sucesos históricos de los lugares que visitamos. Suaves y a la vez rasposas, sus palabras le arrebatan al presente su protagonismo y, con sutileza, transforman el paisaje cotidiano en escenarios de película.

Cada paseo junto a ella es diferente. A veces, en complicidad del silencio, vamos y volvemos como adictas entre relatos de héroes impulsivos, líderes corrompidos y traidores ensangrentados que desde cúpulas, balcones y ventanas actúan una y otra vez su papel en la historia. Otras, en cambio, nos retorcemos en el punzante dolor del lado macabro de las páginas.

Rememoramos así el horror, el desgarro y la crudeza con el fin de evitar(nos) que los sucesos caigan en ese cajón cómodo en el que se almacenan los fragmentos que más lastiman. Y pensamos en lo que podría haber sido. En las películas que hubiese filmado Gleyzer, en las historias que Oesterheld hubiese ideado. Nos preguntamos por la música: por el privilegio tácito y heredado de quienes hoy danzan sus dedos sobre las cuerdas, las teclas y tambores con total soltura y libertad.

Solemos hablar mucho de eso. De los dinosaurios que robaron sus más preciados mapas y anduvieron sin gloria ultrajando sus entrañas; de los amigos del barrio, de los que están en los diarios y de esas almas que hoy contornean instrumentos y herramientas dejando huellas invisibles, cicatrices de pentagrama en cada nueva expresión de nuestra cultura.

A medida que comparte sus secretos, la voz echa luz sobre sus (in)visibles rasgos. Sus crujientes arrugas, sus manos cansadas y movimientos arbitrarios se unifican como piezas de un rompecabezas gastado. Cómo no la vi antes, me pregunto mientras observo sus ojos chispeantes, si fue ella quién me enseñó a ver y a caminar entre espirales de historias dispuestas a hacer cualquier cosa para llamar mi atención. A ver que en una plaza caben miles frente a un cabildo, un bombardeo, un grupo de mujeres circulando alrededor de un monumento histórico. A dejarme saludar por edificios, hipnotizarme con la música de los callejones y, sobre todo, a no sonrojarme con la desnudez de las fachadas. A construir empatía. A disfrutar el carnaval y cada pequeño suceso que tengo el privilegio de atrapar cuando los hilos de su memoria cambian de lugar. Una memoria eterna, etérea, fantasmagórica, a veces tan a la mano y otras tan lejana, con un sinfín de relatos listos para aventureros, curiosos y solitarios que deseen conocerla desde otra perspectiva.

La ciudad.

Ese espacio de pinceladas cruzadas, de líneas que forman nidos, nichos, nudos. Ciudad que padece su agonía de Dios impotente que aunque todo lo ve, lo siente y duele, nada puede hacer para apaciguar decisiones que se atan y desatan, que se borran y se tapan en su nombre y en su cuerpo. Ciudad con susurros que se superponen, en donde vive flameando la memoria.

Muchas veces, cuando andamos, me pregunto por su vida y por lo que con ella quiere decirme. Lo que busca cuando pone sus arrugas al descubierto, en carne viva.

Quiere recordar. Quiere no olvidar.

Y así, andamos y desandamos pasados gloriosos, despiadados y atroces: volvemos permeables las barreras del tiempo.


*Ilustró la portada Germán Mengucci

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