La memoria y la música como protectoras de lo vital. Y una resultante que se forja a partir de una conexión profunda con ambas: la identidad.
por Gabriel Destéfano
Escena 1: Pedirle a mis primos mayores que pongan «la canción de las hormigas» («El rap de las hormigas»), del disco amarillo (Parte de la religión, de Charly); y bailarla frente al parlante.
Escena 2: La siesta con mi abuela escuchando siempre una radio que se mezclaba con el ruido de fondo de la heladera, a la hora en que se pasaba «Unicornio», de Silvio.
Escena 3: Mi madre sentenciando ante toda opinión musical: «pero como los Beatles no hay. Los Beatles son los mejores».
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Mis primeros recuerdos musicales provienen de momentos muy precisos de mi niñez. Estuvieron siempre ahí. Un buen día me percaté de que esos momentos, que se habían alojado en algún sitio indefinido, habían encarado un proceso de gestación para despertar y emerger de un capullo de días y días.
El motivo de ese emerger, pienso, está en cada uno: en cómo vivimos lo que vivimos, qué emociones nos rodean, con cuáles conectamos más tempranamente, qué sensibilidad vamos forjando. En cómo vamos significando nuestros quehaceres, nuestros vínculos, nuestras prioridades. Entonces, la memoria se convierte en un aliado fundamental que surge para resguardar y ponderar aquello que es para nosotros lo más preciado, lo que resulta vital para seguir adelante.
Se me ocurre que, en su aspecto funcional más básico, la memoria asiste en todos los seres como una herramienta que sirve al instinto más fundamental: el de supervivencia. La experiencia dicta que, al menos en ese aspecto, funciona mejor en el resto de los animales que en nosotros. Un animal no humano que comprueba el daño que una determinada situación le genera, evita repetirla. Un humano que se fue al recontra tacho y se le incendió el país en 2001, puede votar a M*cri unos pocos años después (la paradoja de la evolución y el humor negro del destino tomando birra en una esquina).
Los humanos profundizamos el desarrollo y la relación con nuestra memoria mucho más de lo que percibimos que puedan hacerlo otras especies. Tal vez por eso desdeñamos y desatendemos a ese uso primario que tan bien funciona en otros animales. Esa capacidad que nos enaltece intelectualmente, sumada al individualismo feroz que pregonan el modo de vida moderno y su concepto de «propiedad», forman una licuadora que nos aleja de esa sociedad a la que nos invita la memoria para sanar y mejorar. Es por eso que, siempre que el interés es destruir, desunir o vulnerar, se busca atacarla, segmentarla, banalizarla.
Hoy en día el uso más cotidiano para el término «memoria» refiere a un artilugio más o menos pequeño que introducimos o conectamos en alguno de nuestros aparatos de uso cuasi constante para poder «guardar» (tener, no perder, no dejar de poseer) todo cuanto pueda resultarnos del más mínimo interés. No importa si efectivamente lo vamos a aprovechar, importa que está en nuestro poder. Si necesitamos más espacio del disponible, podemos borrar sin el menor esfuerzo. Ese espacio virtual está lleno de cosas que no experimentamos jamás: discos que nunca escuchamos, películas que nunca vemos, libros que nunca leemos. Esas experiencias que nunca vivenciamos dan cuenta de una memoria que cumple una función absolutamente opuesta a la de la memoria original. Y a la que, a su vez, otorgamos una naturaleza totalmente distinta: esta memoria es completamente manipulable.
Inventamos una versión sometida a nuestra voluntad de aquello que en nuestra naturaleza no podemos manejar. Nuestra participación en este mecanismo reside en elegir qué hacer y cómo vincularnos con eso. Cuántas veces caemos como individuos, y más aún, como colectivo, en la trampa de que es mejor no revisar lo doloroso, y qué fácil se hace para cualquiera decir: «dejemos de lado lo malo, avancemos desde lo bueno». Y claro que aparenta ser más sencillo el aceptar la propuesta y rendirse a ese enunciado tan prometedor, bálsamo definitivo. Entonces ya no habrá que pedir perdón, ni perdonar. No habrá que reconciliarse consigo mismo ni con nadie, ni aspirar a la justicia, ni volver a amar libremente. Entonces nos vamos enfriando para siempre. Sin detenerse a revisar y repensar, sin re-encontrarnos en situaciones a las que no queremos volver, padeciendo tristezas que no deseamos rememorar; sin ese esfuerzo no hay identidad. Es la totalidad de lo que vivimos lo que construye nuestra sensibilidad, nuestro modo de ver el mundo, nuestra manera de acercarnos al otro. No hay valor ni premio en olvidar (“el que abandona…”), se trata de seguir construyendo para nuestro colectivo el testimonio de que la forma de aspirar a la belleza total no es eliminando lo imperfecto, si no desarrollando nuestra capacidad de transformar y transformarnos, ampliando nuestra capacidad de incluir cada vez más experiencias, empatizando para comprender que cada experiencia pudo haber sido la de cualquiera de nosotrxs, y todxs tenemos derecho a la felicidad. Todxs o ningunx.
Esta es la entidad que se erige en el escudo más eficaz de nuestra identidad: la memoria. Toca relacionarla con la música. Siempre tuve la idea de que el primer punto en común que tienen es que ambas están dentro de nosotrxs y, a la vez, nos trascienden y transforman. Podemos elegir qué hacer con ellas, pero existen mucho más allá de nosotrxs. Son expresión y motivo de nuestras emociones. El ritmo, el tempo, nacen como reflejo del pulso vital que late dentro de cada ser, de la expresión primaria de aquello a lo que la memoria ayuda a resguardar. A su vez, la música es también un elemento de naturaleza etérea, que no puede asirse. Pero un motivo melódico, seguramente, sea una de las cosas que con mayor facilidad se instalan en nuestra memoria (y en nuestro corazón). La ciudad es testigo de una infinita tradición de silbadores callejeros. La música, dijo Charly, también cumple la misión de curar.
Pienso que es la memoria el terreno del cual nace la evocación, la metáfora. Recordamos algo significativo y, en tanto la distancia temporal entre el recuerdo y el presente se agranda, a la vez que esa vivencia profundiza su huella en nosotros, nuestro modo de evocar ese sentir debe valerse de herramientas más eficaces, en pos de expresar algo que probablemente sea intransferible en su totalidad, pero que bien vale el intento. Así, el gol del “Chango” Cárdenas es cada vez desde más lejos y más al ángulo (incluso en el video) y la chica que te cautivó bailando uno de tus temas favoritos en una casa vacía, en verdad flotaba en trance.
Podrá ser de la memoria también, entonces, que nace la poesía. La poesía, la música y la resultante de ellas, que es la canción, están siempre al servicio de la memoria y la identidad. Y de sanar y mejorar. Recuerdo en 3° año del secundario comprender, con una visión mucho más profunda y real de la que nos contaban los libros y nos permitía el recorte ideológico del programa de estudio, todo el contexto de Malvinas por haber escuchado tantas veces “No bombardeen Buenos Aires”, que a la par del horror de la guerra nos relata satíricamente el funcionamiento de ese bocho ancestral mezquino y centralista de la sociedad porteña. Ahí radica el gran poder constructor del arte: nos habla de quiénes somos, de dónde estamos, y también de quiénes añoramos ser y adónde podemos y pretendemos llegar. Nos sirve para trascender, para entregar lo más preciado de nosotrxs hacia alguien en un futuro incierto, por la certeza de que algo de eso resonará positivamente llegado su tiempo. Nos habla de la naturaleza despojada del amor verdadero, que es el gran misterio. El arte que no es en pos de eso, bobea.
Creo que al final del recorrido, la memoria es una doble vía que también se extiende hacia el futuro. Es la herramienta que permite que seamos la expresión de un testimonio de existencia para los demás, para el gran ser colectivo que conformamos todxs. Y es la gran casa que nos abre las puertas para incluirnos a todxs, lxs que la abrazamos y lxs que no.
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