Una reflexión que parte de una memoria individual para pensar, en clave más amplia, las conexiones entre la voz y la raíces, el canto y la tradición, la música y la memoria.
por Flor Wosh
¿Te acordás cuando tus abuelos te contaban de sus papás? El que bajó del barco y se puso a trabajar de yesero, o el que juntaba plata para mandarla de nuevo a Italia, el que huyó de una guerra y volvió tiempo después para encontrarse con los que había dejado en el pasado. Esa nostalgia encarnada en la voz con el relato a flor de piel, y el canto de mi abuela Ana; “La Paloma Blanca” fue una de las primeras canciones que aprendí y que aún invoco cuando necesito ese calor de la niñez. Mis ojos miran como si tuvieran cuatro años de edad, me hamaco en la mecedora y la escucho.
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Salto temporal. Año 1999, tengo ocho años. Típica (para mí) salida familiar; en el auto mis papás, mi hermana y La Mega 98.3. Mi mamá, que nunca se calla nada, cantando “Hay que salir del agujero interior” (Virus, 1983) a los gritos, quizás enseñandome de una manera inconsciente que en nuestras palabras nos reafirmamos como sujetos en acción. Y que, después de aquella época atroz de terrorismo de Estado, era necesario comprender y honrar nuestro derecho a la libre expresión. Había que levantar. “Tu abuelo me pedía que tuviera cuidado con lo que dijera porque nunca sabías quién te podía andar escuchando”, me contó. Y si hablar era peligroso, sostener un estandarte con música era Kamikaze (L.A.S, 1982).
Comprendo en tanto me convierto en canción. Esa es mi corteza y a través del canto reconozco mi universo para contarlo y transformarlo. Porque, en esencia, las formas modifican los mensajes y en esas formas está nuestra huella digital. Ahí, hay otro mensaje. Reconocernos en una identidad que tiene historia, lucha y raíces. Barro, tal vez.
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Emito de manera consciente sonidos producidos, en principio, con la vibración de las cuerdas vocales. Sostengo una bocanada de aire y suelto palabras que se combinan tímbricamente. Saliva, lengua, dientes, caja torácica, pelvis. Todo nuestro cuerpo se involucra en el proceso de la elaboración de la voz; tanto así que, si quisiéramos, posee la fuerza necesaria para librarnos de las cadenas negras de ideas y palabras, en una pelea interna con nuestro sentido común.
A los doce años deseaba con toda mi garganta cantar como Christina Aguilera. También imitábamos a Bandana (yo era la rubia). Mi memoria vocal también mamó de ahí. Y es una configuración predeterminada que está directamente relacionada con la búsqueda de cómo tiene que sonar el sueño americano. La noción de exitismo y el mundoh maravishoso de la música te puede dañar la célula del “quién soy”. El cuerpo se despersonaliza y en esa desconexión la voz puede morir en batalla. En lo personal, ese chip a veces te dice que estás sonando muy diferente al resto y que eso está mal. El canto es nuestra propia arma de doble filo porque juega con el ego y la posibilidad de declararnos ante el mundo.
Por suerte, en esa época también escuchaba Zeppelin, la Bersuit y Mercedes Sosa (gracias ma, gracias pa).
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La intención mercantil de estandarizar la escucha y sintetizar los géneros debería entonces intensificar la pretensión de buscar sonidos propios, asimilando lo “propio” en tanto un territorio que nos condiciona físicamente, así como en la forma de encararnos; porque hay que saber lo que querés decir y hacerse cargo de que una vez dicho se puede inmortalizar en la voz de una tribuna. El cantor también es un medio que evoca emotividad subjetivada, atravesado por momentos históricos que nos anudan sólo a una perspectiva, a una verdad.
Hacia el fin de esta última década, estoy comprendiendo cómo todas estas voces fueron decodificando mensajes en el pueblo, mensajes que incluso han escapado a los ojos censores de la dictadura, esos que nunca entendieron nada. La llama de la cultura de la democracia y la justicia social se fortaleció, como un atisbo de esperanza cobijado en el corazón de aquellos que alguna vez tuvieron miedo a decir. Finalmente, entendí por qué Mercedes trae un pueblo en su voz.
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Si ya no tenemos miedo, si ya nos sometimos hasta (casi) el límite de nuestras capacidades físicas, tecnológicas, interpretativas y sonoras, ¿cómo podemos generar las condiciones deseadas para que no nos coman ya nunca más la voz? Si el canto se eleva dialogando continuamente entre pasado y futuro, ahí, donde las voces de mis abuelas también me abrazan, las voces de las tradiciones son ese espacio en la memoria de la música en la que lxs cantorxs han trabajado con pasión para mantener activo el libro de nuestra identidad. Después de todo, las flores nacen siempre desde abajo (siempre).
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