Semblanza del ventajero (un aguafuerte norteña)

En el viaje se conoce el mundo, el de afuera y el de adentro. El viaje nos puede llevar a latitudes lejanas donde habitan distintas personas con costumbres distintas. Puede ser planeado o espontáneo, en carpa u hotel, en el mar o la montaña. Hay muchos viajes. La que es siempre la misma es Buenos Aires, porque la llevamos con nosotros. En la mochila, en la valija y en la piel.

por Santiago Lecuna

Qué difícil volver de Tilcara, del casi enero tilcareño y llegar a Buenos Aires. Durante el viaje ocurre algo extraño. Estando allá las inquietudes cotidianas siempre encuentran el recoveco donde meterse. Es cuando regreso que se notan otras ganas y otro humor. Pilas recargadas, que le dicen. Lo percibí la misma noche de mi vuelta. Pasé, de sorpresa, por lo del Javi que estaba festejando el cumple de la novia. En realidad no es su casa, sino el quincho de su tío, al que cada tanto vamos para aprovechar la parrilla. Había varios amigos, algunos ni enterados que ese mismo día volvía de Jujuy.

Estaba con una energía que no sentí durante el tiempo de viaje. Debe ser que las cosas realmente buenas llevan un tiempo, una maceración. O tal vez debe ser que el imponente paisaje de la Quebrada de Humahuaca, las deliciosas empanadas de queso del mercado de Tilcara, la cerveza negra Salta, la diversidad de personas con las que se comparten estas comidas, paisajes y bebidas hacen que simplemente uno la pase bien, que disfrute del día y de la noche y que ocurra ese hecho fantástico que supone faltarle el respeto al tiempo. No sé si es martes o sábado, no me importa. Puede ser cualquier día de la semana y tarde o temprano de esas grandes y pequeñas distracciones se va mejorando, se va haciendo más sencilla la sonrisa, el abrazo, el cariño.

Hay en Jujuy un plus a la belleza descomunal de cerros de mil tonalidades, que es la gente del lugar. En realidad, es el ambiente del lugar. En la Quebrada de Humahuaca la sensación es que hasta los pájaros son más amigables. En Buenos Aires, las aves apenas perciben a un humano en su radar y rajan volando. En las plazas coloniales del norte jujeño los gorriones pasan brincando frente al banco donde uno está sentado. Lo hacen graciosamente, de a pasitos, mirando para todos lados, buscando una miga para picotear. Lo hacen, sobre todo, sin miedo. Y eso es lo que a uno le queda de un viaje al norte. Su gente, los lugareños, son personas poco charlatanas con los forasteros. Y el turista es eso, alguien de afuera que está de paso. Pero aun en esa fugacidad uno encuentra una relación amigable, fraterna, tierna. Donde, si estás atento, se puede llegar a comprender hasta dónde llega la ansiedad citadina, hasta qué altura puede elevarse la desconfianza que se viene tejiendo desde esa ciudad que ahora está muy lejos, atrás de cerros de colores y cielos azules. Es una desconfianza bien porteña, mezcla de ciertos códigos indispensables para la vida social; pero que también es una escusa para ser un vil ventajero ante cada situación que se nos cruza.

De cualquier manera, siempre se trata de una postura cínica y temerosa, de leer entre líneas un subtitulado que no vemos a primera vista y que en todo momento queremos descifrar para evitar el gran mal de nuestro mundo de mil aplicaciones móviles: que nos caguen. Dicha exigencia recorre todo el cuerpo de esta gran ciudad latinoamericana, como también nuestra propia carne. Entonces cuando vemos, vemos dos veces. Cuando nos preguntan una calle, cuando nos piden fuego, cuando nos miran a los ojos, examinamos al otro en una rápida mirada- paneo donde evaluamos los riesgos potenciales del encuentro ocasional.

Eso es lo que no ocurren en Jujuy, o al menos en esa parte de la provincia, que combina a los pobladores y su agricultura milenaria con bares porteños para turistas porteños. En Buenos Aires es regla creer que pidiendo una cosa en realidad querés sacar otra. A ese desquicio, la solución es una: adelantarse. Si me vas a cagar, yo te cago antes. Si me vas a cagar con el vuelto en el supermercado chino, yo te choreo un paquete de galletitas. Si me vas a cagar con los impuestos, Estado inútil y corrompido, yo no respeto una ley. Si me vas a robar con cuotas desorbitadas y en el momento que te necesite no vas a estar, empresa de seguros estafadora, yo voy a hacer desaparecer el auto. Este tipo de gente cree que comportándose de esta manera le empata provisoriamente al universo su injusticia. Es decir, sienten que empiezan perdiendo el partido y, en un bilardismo esotérico, el ventajero comienza a hacer trampa (¿o justicia?) para que así el universo vuelva a su coherencia normal y justa. Somos todos iguales de garcas.

Al ventajero le seduce la clandestinidad. Entendió de purrete que seguir las reglas de juego no es siempre una garantía de que todo salga bien. Le gusta invocar la sabiduría que mamó de las baldosas del barrio, la yeca, la única y auténtica universidad. En realidad, tanta esquina no tiene. De chico, en la escuela privada donde hizo primaria y secundaria, la maestra le tomó lección el día que no correspondía. Ese día aprendió que la vida puede ser guacha y que hacer los deberes no implica evitar los traspiés y desilusiones de la vida. Desilusionado y ofuscado por los sinuosos caminos de la legalidad, se sintió traicionado. Esta es una lección que quedó grabada a hierro y fuego: al éxito no se llega por el camino tradicional, respetando los semáforos y pagando los peajes. Se llega por rutas alternativas que no figuran en los mapas. Caminos de tierra que unen poblados fantasmas llenos de cantinas y tugurios. Así, el ventajero, es un cultor de lo ilegal. Comprobó con la fuerza de los hechos que siendo derecho no se llega a ningún lado y por eso, aunque a veces implique trabajosas operaciones que ponen en duda el beneficio final, estará implicado en negociados non sanctas que van desde el robarse materiales de su trabajo hasta alguna maniobra de evasión fiscal de poca monta.

Inútil explicarle al ventajero que a veces se gana, otras se pierde. O, más complejo aun, que hay ocasiones en las que se debe patalear, discutir, pelear, y otras en las que hay que cerrar el pico. Y que ese límite es difuso porque se ponen en juego valores que pueden no ser los propios. El ventajero, el porteño, eso no lo puede entender. Es el típico ser cuya muletilla de cabecera comienza con “En Alemania esto no sucede…” o, también, “Si todos respetáramos las leyes, esto no pasaría…”. Por supuesto no falta “En EEUU si te matás laburando, llegás, en cambio acá…” Así, el ventajero es tilingo. Pero poco importa su posicionamiento geopolítico. Lo importante a sus fines es que, como el mundo no funciona como debería funcionar, hay vía libre para comportarse como un hijo de puta. La policía es corrupta, el Estado es corrupto, los comerciantes, sindicatos, empresarios son corruptos. Yo no me voy a quedar atrás.

Aquí tenemos otra variante: su única reserva moral es para los cercanos. Los amigos, familiares, el club de fútbol (mientras más ascenso y más impronta barrial tenga, mejor), la casita de los viejos, la milanesa de mamá, el asado con los pibes, el fulbo con los compas del laburo. Allí teje su patria moral donde realmente no le importa salir perdiendo. En ese sitio, exclama, es realmente él y se saca las gafas detectoras de “dónde me estas cagando/dónde te voy a cagar” para invitar un trago, comprar un cajón de birra, ir a buscar la carne, llevar o traer a un amigo que está a pata. Altruismo en miniatura, aplicado en la canchita de papi y en la parrilla en el quincho del Javi donde con tan sólo una mirada cómplice estalla la carcajada por el chiste implícito entendido, donde un comentario aislado basta con desatar aquella anécdota de borrachera adolescente. Una fraternidad de iguales, de hermanos con similares victorias y derrotas, de gustos y elecciones parecidos. Amigos desde el secundario, nos vimos crecer. Le reconozco cada gesto porque es igual al mío. Por eso, después de todo, no es tan malo mensajerme con la novia de Javi (es más, creo que el sin código de Javi la cagó). A Valentina la conozco poco pero se le nota. A Javi lo conozco de toda la vida. Él, en mi lugar, haría lo mismo que yo.

 

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