Música para cerrar la grieta

¿Somos capaces de imaginar un mundo en el que constantemente revisitemos nuestras certezas para ponerlas en tensión? La música, en particular, y el arte, en general, pueden ocupar un lugar importante, y cumplir una función esencial, en las discusiones fundamentales que se dan en nuestra sociedad. Pero, ¿qué sucede cuando lo cultural queda atrapado por la lógica normalizadora del mercado? ¿Qué rol debería cumplir el Estado para efectivizar, a través de sus políticas públicas, un acceso pleno a la cultura e impulsar un desarrollo de la producción cultural que sea igualitario e inclusivo?

por Pablo Demarco

Una sociedad libre y democrática -como futuro deseable en el horizonte de lo posible-  debería estar integrada por personas capaces de poner en discusión todos los aspectos de su existencia. Esto no implica vivir en estado de inestabilidad permanente, sino más bien saber que todo lo que existe podría ser modificado en base a acuerdos y consensos. En este sentido, el arte es esencial para el desarrollo de las personas y los pueblos porque permite imaginar mundos posibles.

La producción artística en general, y la composición y ejecución musical en particular, constituyen prácticas sociales que de alguna manera extienden los juegos de la infancia a lo largo de todas nuestras vidas y profundizan nuestra capacidad de elaborar fantasías complejas y rigurosas, de diseñar y aplicar criterios a sistemas imaginarios. En este sentido, podemos decir que los problemas de la música -del arte, en general, y quizá también los del deporte, por ejemplo- son los problemas que desearíamos tener, en lugar de otros más graves y urgentes como la pobreza, la salud y la seguridad. De modo que hacer música en contextos adversos nos permite imaginar por un momento cómo podríamos vivir si fuésemos capaces de resolver las cuestiones más pedestres y materiales que nos aquejan día a día.

Juntarnos a hacer música nos enfrenta al desafío de dialogar, ponernos de acuerdo y crear nuevos lenguajes, y nos recuerda que siempre deberíamos ser capaces de elegir. Las actividades creativas nos permiten asomarnos al problema de lo posible, cuestión política por excelencia. En esta sociedad libre y democrática que imaginamos, estas nociones sobre la creación artística formarían parte de la cultura, entendida como un sistema más o menos universal de valores y creencias. La creatividad se fomentaría desde la infancia y la capacidad de discutir y elaborar nuevas reglas y órdenes sería alentada. Esta sociedad produciría sujetos creativos, responsables e irreductibles.

Hasta aquí, nuestras más nobles aspiraciones.

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Allá por los primeros meses de 2016 -qué lejos parecen haber quedado aquellos tiempos de incertidumbre y qué rápido supimos adecuarnos a nuevas certezas-, Tinta Limón, Lobo Suelto, Crisis y Juguetes Perdidos editaron en forma conjunta un pequeño volumen que, a través de varios textos, proponía líneas para tratar de entender qué había pasado y qué pasaría a partir de la victoria electoral del frente Cambiemos. Allí, Diego Sztulwark sentencia las palabras de las que surge el título de la compilación: No hay ni habrá política cultural, porque Macri es la cultura hoy. Un año y medio más tarde, seguimos verificando día tras día la sentencia de Sztulwark.

La esencia de este cambio es cultural. Asistimos a una restauración conservadora, ordenadora y moralizante que expresa y amplifica el deseo de normalidad que identifica y aglutina a amplios sectores de la sociedad. La reciente campaña electoral, que finalmente culminó con un fortalecimiento de Cambiemos en los principales distritos del país, permitió contrastar un discurso centrado fundamentalmente en lo económico por parte de la oposición -que se dedicó a hacer hincapié en el deterioro de la calidad de vida de la mayor parte de la ciudadanía, la inflación descontrolada, el aumento de tarifas, el récord de endeudamiento externo, etcétera- con una estrategia por parte del partido gobernante exclusivamente enfocada hacia lo emocional, donde por sobre las diferencias políticas se hizo hincapié en la importancia de ir juntos. Las problemáticas concretas de la ciudadanía se desdibujan frente a la voluntad normalizadora.

“El fascismo postmoderno no odia al progresismo, al peronismo ni a las izquierdas, sino a los sujetos de la crisis. A todo aquello que se esconde tras las fronteras. A todas aquellas pulsiones que intentan quebrarlas”, dice Sztulwark. Frente a la amenaza de la crisis y la puesta en discusión del orden establecido -que en nuestro país se hizo carne en el kirchnerismo y que tiene expresiones locales en casi toda América Latina-, el deseo de normalidad se expresa sobre todo en sectores medios dispuestos a renunciar a ciertos privilegios económicos de los que supieron gozar durante los últimos años, en pos de la restauración de un esquema social menos revuelto, más estratificado y bien alineado con el orden de mercado. Es preferible algún orden, por malo que sea, a la inestabilidad propia de los procesos que aspiran a superar la crisis a partir de una Voluntad de Inclusión. Desde este paradigma cultural, a la producción artística -como a cualquier otra práctica- no le caben más posibilidades que hacerse rentable o desaparecer.

La reducción de lo social a la lógica de mercado -insistamos: no en pos de la eficiencia económica, sino por su poder moralizante y normalizador- tiende a cercenar cualquier actividad humana que no se oriente a generar ganancias. Por contraste con nuestra utopía inicial, este modo de entender la cultura y el arte produciría sujetos que se caracterizan por huir del conflicto, tender a un punto de equilibrio conocido -siempre ubicado en el pasado-, evitar la confrontación. Es el sistema de la falta de compromiso, de la apatía, de la aceptación de lo establecido, de la conservación. Ante la aparición inevitable de personas que pongan en cuestión las arbitrariedades y asimetrías del orden restablecido, el sistema de valores basado en el deseo de normalidad sólo tiene un acotado repertorio de soluciones, todas ellas violentas: represión, expulsión, extinción.

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¿Seremos capaces de cuestionar nuestras propias certezas políticas para comenzar a accionar efectivamente en contra de esta concepción y comenzar a recorrer un camino que nos conduzca a la concreción de nuestra utopía de creatividad y responsabilidad? Probablemente sí, pero sólo hasta el límite con ese abismo infranqueable que denominamos “la grieta”. Como si efectivamente se tratara de dos comunidades que habitan dos territorios vecinos separados por un espacio imposible de cruzar, en lo único en que parecemos estar de acuerdo es en que la grieta es real. Como principio de entendimiento, no es poca cosa poder reconocer que nuestras diferencias efectivamente existen, pero de ahí para abajo parecería que no estamos de acuerdo en casi nada.

Para cada fenómeno social habría una explicación distinta -opuesta- a cada lado de la grieta. Cada quien desde su lado, ve una parte distinta de la cosa y, como no confiamos en la mirada complementaria, no podemos arriesgarnos a describir la totalidad. Muchos de los valores que creemos universales, parecen gozar de reconocimiento sólo a nuestro lado de la grieta. La tradición del debate político como espacio de encuentro para dirimir cuestiones de interés público, por ejemplo, es algo que hemos heredado de ciertas tradiciones que poco importan del otro lado. Algunos de nuestros valores fundamentales ocupan lugares muy secundarios en el sistema de creencias de nuestros vecinos.

El problema no es únicamente no estar de acuerdo, sino no estar de acuerdo en el modo en que debemos pulir nuestras diferencias. En Por qué es importante la música, David Hesmondhalgh afirma que la música no es un buen medio para establecer hechos o la veracidad de una versión sobre otras, ni para explicar o expresar sistemas de creencias. Como forma de comunicación, la música funciona de un modo más afectivo, lo cual le permite ser particularmente potente para forjar, alimentar, fortalecer y hasta desafiar valores y apegos. Esta singular característica de la música podría formar parte de la superación de esta mirada propia de nuestro lado de la grieta, que entiende lo político en un sentido muy acotado a la esfera de decisiones sobre los Estados, los gobiernos y la asignación de los recursos, dejando fuera los aspectos más vinculados a lo afectivo y lo emocional. Es posible que a través de la producción artística podamos comenzar a recomponer lazos sociales que en algún momento nos permitan poner en cuestión a través de un lenguaje en común el modo en que queremos vivir.

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Para intentar traducir estas reflexiones sueltas a ideas concretas -que hoy deberíamos  exigir y que ojalá algún día podamos diseñar e implementar desde el Estado- podemos esbozar algunas cuestiones que por supuesto no aspiran a abarcar el espectro amplio de lo que sería una verdadera política cultural:

  • La decisión sobre qué tipo de expresiones artísticas se deben fomentar desde el Estado debe partir de un análisis de las falencias del mercado. Es necesario proteger y dar impulso a las experiencias que no logran abrirse camino en un sistema donde los recursos de producción y difusión sufren una gran concentración y en general tienden a reproducir lo hegemónico. El Estado debería, entonces, preocuparse por que, tanto desde el punto de vista de la producción como del acceso, las expresiones minoritarias alcancen un grado aceptable de viabilidad y visibilidad.
  • Dirigir los esfuerzos hacia la cultura independiente. Tal vez una de las claves para llegar a todos los sectores de la sociedad con recursos y políticas culturales contundentes y transformadoras tenga que ver con fortalecer las iniciativas espontáneas que ya se encuentran trabajando en cada barrio y que posibilitan una llegada a la ciudadanía inmediata y de alto impacto.
  • Poner el énfasis en la producción. Las políticas culturales no deben centrarse en el acceso a bienes culturales. Es fundamental incentivar la creatividad y la producción cultural colaborativa y comunitaria. Para ello, el fomento debe estar dirigido directamente a quienes coordinan y realizan la producción artística y no únicamente hacia la gestión cultural.

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Uno de los gestos más importantes que tuvo el Estado kirchnerista hacia la cultura fue la creación del Centro Cultural Kirchner. Y no sólo hacia la cultura entendida como sector -en este aspecto, la creación del Ministerio de Cultura cobra una relevancia probablemente mucho mayor-, sino hacia lo que mencionábamos al comienzo de este artículo sobre las bondades de lo creativo como parte de un sistema de valores. La inversión que significó transformar el viejo edificio del Correo -cubierto de capas infinitas de alusiones históricas y políticas- en un espacio de altísima calidad dedicado a ampliar el acceso popular al arte, más aún cuando esos mismos recursos podrían haber sido destinados a cuestiones más identificadas con lo urgente -hospitales y escuelas-, nos brinda la posibilidad de imaginar por un momento cómo sería vivir sin los grandes problemas sociales que nos aquejan, nos devuelve a la seriedad de la niñez para jugar a imaginar el mejor de los mundos posibles y nos da una pista de por dónde comenzar a desarmar ese deseo de normalidad que tanto daño nos hace.

El desafío es inmenso, pero tenemos herramientas poderosas. Cuando Spinetta se pregunta quién resistirá cuando el arte ataque, hace trampa. Si bien deja deslizar que no hay quien pueda resistir a la potencia de lo creativo, de lo afectivo, de lo comprometido en su máxima vulnerabilidad, también nos enfrenta a la cuestión de que históricamente el arte se ha encontrado del lado de quienes resisten. Propongamos, entonces, la siguiente imagen: el arte -como el amor- sólo atacará cuando del otro lado no haya nadie para destruir. Quizás, nos resulte útil para intentar cerrar la grieta.


Foto de portada: Carolina Greco

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