Tecnología, no te tenemos miedo

Una mirada sobre el cruce entre desarrollo tecnológico y creación artística.

por Pablo Demarco

 

A quienes amamos la música, la tecnología no nos asusta. Celebramos desde el surgimiento del sistema de afinación temperada hasta el desarrollo del software que nos permite grabar y mezclar en la cocina de casa, pasando por la búsqueda incansable de la guitarra eléctrica perfecta. A lo largo del siglo XX, nos fuimos familiarizando sucesivamente con fonógrafos, gramófonos, vinilos, magnetofones de cinta abierta, casetes, magazines, discos láser, DATs, CDs y MiniDiscs, entre otros. En cuanto pudimos, nos calzamos los walkmans y pusimos en fase nuestra música interior con el ritmo de la ciudad -demostrando de una vez y para siempre que Buenos Aires, violenta y desordenada, baila un tango furioso y eterno. El mp3 nos cambió la vida. YouTube nos voló la cabeza. Tal vez nos aburguesamos un poquito con Spotify, pero nunca olvidaremos toda la música que supimos conseguir a través de los torrents.

El año pasado, la fábrica de pianos Steinway & Sons lanzó el Spirio, un nuevo modelo que permite reproducir piezas interpretadas por grandes pianistas. A través de un iPad integrado al instrumento, el afortunado poseedor de un Spirio puede disponer de un catálogo de más de 12.000 obras para que se ejecuten automáticamente en cualquier momento. Steinway & Sons afirma que las reproducciones del Spirio son indistinguibles de ejecuciones en vivo. A diferencia de la grabación analógica tradicional -que captura sonidos a través de micrófonos-, y de estándares digitales como el MIDI -que trabaja sobre unos pocos parámetros abstractos-, este novedoso sistema registra cada uno de los movimientos que el intérprete realiza sobre teclas y pedales con un altísimo nivel de precisión, para luego reproducirlos directamente sobre el instrumento. Spirio nos ofrece la fascinación de mirar las teclas moverse solas, animadas por la gracia de los intérpretes eximios, la posibilidad inédita para los estudiantes de escuchar una y otra vez ejecuciones magistrales sobre un instrumento real, y nos enfrenta a la experiencia perturbadora de formar parte de una audiencia que, en absoluto silencio, asiste al concierto que brinda un pianista invisible.

Mubert.com se presenta no solo como “el primer compositor de música electrónica en línea”, sino también como “el futuro de la música”. De acuerdo a la descripción que se ofrece en el sitio, “Mubert compone música continuamente en tiempo real. El flujo único se crea mediante un algoritmo basado en las leyes de la teoría de la música, las matemáticas y la experiencia creativa”. Seamos o no amantes de la música electrónica, creo que vale la pena probarlo. A través de esta curiosa herramienta podemos, en un par de clics, ser los primeros en escuchar una música que nadie jamás grabó ni compuso. Otra experiencia perturbadora.

Si me preguntaran, diría que ni Spirio ni Mubert van a revolucionar la historia de la música y que, en todo caso, su éxito apenas si podrá medirse por las ganancias que logren reportar a sus respectivos creadores. Y no porque no me resulten fascinantes estas maravillosas aberraciones tecnológicas que parecen salidas de Black Mirror, sino porque lo que ocurre -diría- es que la música, arte abstracto por excelencia, es el refugio ideal donde se abriga y se nutre esa sensibilidad caprichosa capaz de permanecer impasible frente a la más novedosa experiencia en sonido de alta fidelidad para, apenas cinco minutos más tarde, arder de emoción al escuchar por enésima vez el suave crepitar -producto del paso de la cinta al vinilo, del vinilo al CD y del CD a un mp3 de 128 kbps- que surca los tracks de Artaud. Si se me permitiera, agregaría que lo que podamos ahorrarnos en pianistas gracias a Spirio, lo vamos a terminar dilapidando en la búsqueda insaciable de una experiencia trascendental, y que después de un rato de escuchar Mubert, vamos a huir despavoridos a escuchar Blonde on blonde, Clics modernos, Kind of blue o cualquier otro disco que nos lleve al encuentro de esa presencia real -diría George Steiner-, a ese encuentro mágico a través del tiempo y la distancia.

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No hay desarrollo tecnológico capaz de emular la vulnerabilidad de la música en vivo, de esa apuesta romántica y pueril a que seremos capaces de permanecer con vida al menos un instante más, suficiente al menos para alcanzar a escuchar el próximo acorde en este mundo en guerra. El artista sale al escenario con su fragilidad y nos embriaga darnos cuenta de que esa propensión a un futuro incierto se vuelve imprescindible para verificar que todavía estamos vivos y entregados a la experiencia trascendental de compartir la existencia. No hay aleatoriedad matemática que pueda siquiera aproximarse a todo lo que resuena en un compositor que insiste en volver a combinar los mismos elementos con que venimos jugando desde hace miles de años, y que se sorprende cuando consigue decirse a sí mismo algo que aún no sabía. No somos tan inocentes como para creer que una máquina sea capaz de producir sentido.

En algún momento -no debe faltar mucho-, alguien ofrecerá un espectáculo holográfico en simultáneo en distintas partes del mundo y nadie podrá saber si está viendo el original o una copia exacta, o si eso a lo que asiste está ocurriendo o acaba de ocurrir. Algún apocalíptico declarará una vez más el fin del arte. A quienes amamos la música no se nos va a mover un pelo, porque nunca le tuvimos miedo a la tecnología.

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