Los mecanismos de control gubernamentales y una subjetividad en permanente búsqueda del placer hacen de las fiestas electrónicas un negocio redondo para los que estén en condiciones financieras de participar.
por Santiago Lecuna
Todavía no se había anticipado el invierno cuando la noticia del fin de semana fue la intoxicación de diez sub 25 que habían asistido a la edición en Buenos Aires de la fiesta Time Warp. Cinco resultaron víctimas fatales.
La muerte joven causa impacto. Más aún cuando es blanca y de clase media. A partir de la tragedia, el tema se instaló y, durante algunas semanas, ocupó gran parte de la agenda mediática. Ese sábado de abril, cientos de personas habían asistido a Costa Salguero, donde se realizó el evento con djs, espectáculo de luces y entradas tan caras como agotadas.
El hecho dejó al descubierto un dispositivo de corrupción en el que las autoridades de control porteñas y las fuerzas de seguridad relajan su vigilancia en beneficio de un organizador privado. Así, hubo sobreventa de entradas, pocos baños, menos agua mineral y mucha venta de estupefacientes.
A partir de aquí, se abre el debate: ¿por qué en la Ciudad hay este tipo de eventos? ¿Quiénes lucran? ¿Quiénes pierden? ¿Forman parte de una política cultural? ¿El Estado los regula? ¿Debe hacerlo? ¿Qué público asiste a ellos? ¿Por qué el consumo de sustancias ilícitas?
Dime a quién regulas y te diré quién eres
Aquella imagen de la música electrónica como un género exclusivo que las clases adineradas disfrutan en sus paseos por Punta del Este tiene que disiparse. Las súper producciones que traen a las figuras más renombrados de la escena se realizan en el Autódromo, el Parque de la Ciudad o el estadio Malvinas Argentinas. La música electrónica, esas fiestas, son un fenómeno de masas y, como tales, abarcan a grandes franjas de la sociedad.
Son asalariados jóvenes los que invierten gran parte de su sueldo en el ticket, a lo que hay que sumar otro tipo de gastos. Sin caer en juicios de valor, el consumo de drogas no es la excepción, y el éxtasis rankea entre las más usadas y reconocidas del ambiente. Esta sustancia genera una liberación de adrenalina cuyos efectos suponen una euforia y bienestar profundamente corporal.
Los efectos del éxtasis y su consumo a gran escala no constituyen un dato menor ni aislado. Los gustos o tendencias superan los límites de las decisiones personales: por más transgresora o novedosa que sea, toda práctica se inserta en un marco más general que la posibilita, y se desarrolla sobre un terreno moldeado por estructuras que nos superan. Hablamos del rol que ocupan instituciones públicas y privadas, materiales y simbólicas, que rigen el modo de trabajar, de divertirnos y de relacionarnos.
Esto no significa que los comportamientos puedan ser premeditados o que un comportamiento X se origina linealmente en las condiciones generales Y. Lo que ocurre es que ese comportamiento X no es fruto de un mero capricho. En términos más concretos, podemos decir que es posible analizar cómo determinada política se delinea posibilitando ciertos espacios en detrimento de otros.
En este sentido, la Ciudad de Buenos Aires ofrece casi permanentemente, para aquel que pueda pagarlo, una variedad de grandes eventos bajo el formato del festival organizado por importantes empresas del sector. Y en paralelo a este lucrativo negocio, que seduce a una vasta población joven y no tanto, diversas actividades culturales de menor magnitud económica tienen que rebuscárselas.
Estas expresiones artísticas, más difíciles de encasillar y que no tienen a la renta inmediata como norte, resultan poco atractivas para la inversión de las productoras líderes. Pero, además, el equilibro de fuerzas se vuelve más desigual ante un Estado que es reticente a contener estas expresiones. La creación de la Ley de Centros Culturales puede ser un ejemplo. Fruto de la organización de distintos actores de la cultura emergente ante la ola de cierres de estos espacios en la Ciudad de Buenos Aires a principios del 2015, fue aprobada por la Legislatura en ese mismo año, pero hasta el día de hoy no es aplicada completamente.
De esta forma, a través de distintas iniciativas, se va forjando un perfil de política cultural. Allí donde el juego está restringido a algunos pocos jugadores privados que obtienen un beneficio inmediato, el Estado hace la vista gorda. Allí donde el mercado, anclado en las recetas conocidas, no invierte, el Estado aparece pero con la desidia o con la faja de clausura. Ambas son las caras de una misma moneda.
Pare de sufrir
Esta forma de gestión cultural gubernamental que persigue o ignora a la cultura emergente encastra con una ideología dominante por la que los jóvenes están atravesados. Esta ideología despliega una variedad de discursos que afirman que en esta vida terrenal las posibilidades son ilimitadas, que basta proponerse lo que sea para, aislado e individualmente, lograrlo. El esfuerzo personal importa, claro que sí, pero o está de más o no es suficiente. Basta con desear, casi como una fórmula mágica. Aquello que conlleve seriedad, responsabilidad o compromiso, es decir, todo lo que no sea un disfrute pleno desde el principio, se descarta. Si te hace sufrir no vale pena. Solta.
La posibilidad de realización o de progreso se radicaliza pero no deja de ser una posibilidad, algo todavía intangible. Además de depender exclusivamente de sí mismo, el individuo reniega de toda obligación y va por todo. El mundo está a su disposición. Todo es posible y solo está en él y en sus decisiones tomarlo entre sus manos. Pero estas aspiraciones chocan con una realidad que, en el mundo del trabajo, toma la forma de largas jornadas ingratas, horas extras en negro que se cobran por la mitad, inestabilidad permanente y otras características que el mercado laboral ofrece como primer empleo.
Ante las contradicciones, complejidades y problemas propios de la vida cotidiana, las posibilidades ilimitadas de disfrute se transforman en frustración, o en una presión permanente que exige gozar cada momento, aun de aquellos que naturalmente son tediosos o difíciles.
Es solo en la fiesta y con el éxtasis donde las promesas de la ideología dominante se alcanzan. Es allí, en el baile narcotizado a ojos cerrados, donde, químicamente, todo es dicha. Las tensiones e incertidumbres de todos los días se olvidan, la relajación invade los músculos. El alivio es general y, al fin, la felicidad es total.